VIVIR MEJOR
Es una creencia muy extendida que la protección de nuestra salud depende principalmente de la medicina. Esta idea se ve reforzada por el espectacular y continuo aumento de la esperanza de vida. El incremento en la longevidad nos lleva a depositar nuestra confianza en la medicina, ya que son sus avances los que nos permiten vivir más y mejor. Y estos progresos no parecen haber alcanzado un límite, ya que la esperanza de vida ha seguido aumentando incluso en tiempos recientes. Según los datos del ISTAT del 1 de enero de 2020, la edad media en Italia es de 45,7 años, con una esperanza de vida al nacer de 85,3 años para las mujeres y 81,0 para los hombres.
Sin embargo, vivir más tiempo no significa necesariamente disfrutar de una salud más duradera, ya que, paralelamente, también ha aumentado el número de personas con enfermedades crónicas. Este fenómeno está influido por múltiples factores: los efectos de las reformas sanitarias, los avances en las ciencias médicas, la prevención, la mejora de las condiciones económicas, entre otros.
En resumen, aunque la «esperanza de vida» se alarga, la «esperanza de salud» se acorta. Por tanto, prolongar la vida no implica necesariamente mejorar la salud. El verdadero reto no es solo vivir más tiempo, sino vivir mejor.
Por lo tanto, la longevidad no es un buen indicador de salud.
El vínculo entre longevidad y salud es mucho menos lineal de lo que podría parecer a primera vista. Pongamos un ejemplo: ¿quién tiene una esperanza de vida más larga, John, el recién nacido promedio estadounidense, o Yannis, el recién nacido promedio griego? El gasto sanitario per cápita en Estados Unidos es el doble que en Grecia. Además, en Estados Unidos, el número de TAC o resonancias magnéticas por habitante es seis veces mayor que en Grecia. Por lo tanto, podríamos esperar que Yannis, en principio, viviera menos que John. Sin embargo, la esperanza de vida de John es un 20% más baja que la de Yannis.
Este ejemplo pone de manifiesto un problema más general: al comparar diferentes países, no existe una relación directa entre la esperanza de vida y el gasto sanitario. Dicho gasto incluye las inversiones del sector público y privado destinadas a la prevención y tratamiento de enfermedades. En Estados Unidos, el gasto sanitario per cápita es casi el doble que en Suecia y más del doble que en Japón, pero la vida media en Estados Unidos es casi 5 años más corta que en Japón y unos 3 años más corta que en Suecia.
FELICIDAD Y SALUD
¿Por qué un país que gasta más en salud que otro puede obtener peores resultados en términos de salud? ¿Y por qué el aumento de la longevidad avanza en paralelo con una disminución de los años de vida saludable?
La epidemiología tiene respuestas a estas preguntas: nuestra salud depende en gran medida de la calidad de nuestras relaciones y de nuestra felicidad. Y no estamos prestando suficiente atención a estos aspectos.
Epidemiología
La epidemiología es una rama de la higiene que estudia la frecuencia con la que se manifiestan las enfermedades y las condiciones que favorecen o dificultan su desarrollo. Constituye la base para una profilaxis racional de las enfermedades. A lo largo de los años, ha experimentado un notable desarrollo porque el enfoque de su estudio ha evolucionado paralelamente a los cambios en las medidas preventivas que lograba implementar.
En el siglo XIX, la epidemiología se centró en las enfermedades infecciosas, que en ese entonces eran la principal causa de muerte. Las evidencias producidas por los epidemiólogos generaron el denominado «movimiento sanitario», que abogaba por la mejora de las condiciones higiénicas de la población. De este modo, en los barrios pobres de las ciudades nacieron las redes de alcantarillado, la recogida de residuos, los baños públicos y viviendas más salubres. Estos barrios comenzaron a perder su aspecto dickensiano, y la esperanza de vida, hasta entonces muy corta, se alargó sustancialmente.
Cuando, a lo largo del siglo XX, las infecciones dejaron de ser la principal causa de enfermedad y muerte, cediendo el protagonismo a las patologías cardiovasculares y los tumores, los epidemiólogos identificaron el camino para mejorar la salud en el fomento de estilos de vida saludables que evitaran los factores de riesgo.
El mantra del epidemiólogo se convirtió en: evitar el tabaco, el alcohol, las dietas ricas en grasas, el sedentarismo, etc.
La tercera fase de la epidemiología comenzó a tomar forma en la segunda mitad del siglo XX, cuando la atención se desplazó hacia otros factores de riesgo, los denominados psicosociales.
Se descubrió que la felicidad influye directamente en la salud y la longevidad, y que el pesimismo, la percepción de no tener control sobre la propia vida, el estrés, los sentimientos de hostilidad y la agresión hacia los demás son factores de riesgo muy significativos.
Si è scoperto ad esempio che il rischio di malattie cardiovascolari, la prima causa di morte nei paesi ricchi, è doppio tra le persone affette da depressione o malattie mentali e una volta e mezzo per le persone che si dichiarano infelici (Keyes 2004).
Los efectos del bienestar en la salud se estiman más amplios que los derivados del tabaquismo o el ejercicio físico (Levy 2002).
A este panorama se suma también el estrés. Cuando nuestro organismo enfrenta una amenaza, como puede ser un evento estresante, pone en marcha una serie de mecanismos para afrontar la situación: el corazón y los pulmones aumentan su actividad, se activa el sistema inmunológico, las glándulas suprarrenales liberan hormonas para permitir una respuesta rápida, el cerebro se vuelve más reactivo y se reduce la sensación de dolor. Estas son las componentes del llamado sistema de “lucha o huida”: un tipo de respuesta ante el estrés agudo que debe finalizar en poco tiempo.
Sin embargo, su cronificación lleva a nuestro organismo a un estado de sufrimiento. El estrés crónico nos desgasta, y la infelicidad es una fuente importante de estrés.
Si esta situación persiste durante demasiado tiempo, el rendimiento cognitivo tiende a disminuir, aumenta el riesgo de depresión e insomnio, y se deterioran tanto el sistema inmunológico como el cardiovascular. La felicidad es un derecho, y en Estados Unidos esto se destacó desde 1776 en la Declaración de Independencia. Pero, ¿se puede aprender a ser feliz?
La Universidad de Yale ha creado un curso en línea titulado «The Science of Well-Being», que traducido literalmente significa «La ciencia del bienestar», dirigido por la profesora de Psicología Laurie Santos. Los principales objetivos del curso son: aumentar la felicidad y construir hábitos más productivos.
Entre los módulos que incluye están: «Las ideas erróneas sobre la felicidad», «¿Por qué nuestras expectativas son tan negativas?» y «¿Cómo podemos superar nuestros prejuicios?». La Dra. Santos afirma que el curso “ayuda a corregir las creencias que las personas tienen sobre lo que realmente importa para llevar una buena vida”.
Felicidad y longevidad
La felicidad tiene una influencia muy fuerte sobre la longevidad. Un ejemplo famoso se refiere a un grupo de jóvenes monjas a las que, en los años treinta, se les pidió escribir breves autobiografías. Estas autobiografías fueron analizadas desde el punto de vista de las emociones expresadas. Se encontró una fuerte correlación entre la cantidad de emociones positivas y la longevidad de las monjas.
El 90% del cuarto de las monjas que expresaron las emociones más positivas seguían vivas a los 85 años, mientras que solo el 34% del cuarto que expresó menos emociones positivas lo estaban. Cabe destacar que las monjas habían tenido un estilo de vida muy similar, por ejemplo, en términos de alimentación y estándares de vida (Danner – Snowdown – Friesen, 2001).
Bienestar
Una gran cantidad de estudios, realizados con diferentes metodologías, muestras de población y en una amplia variedad de países, llegan a las mismas conclusiones: la infelicidad es un factor de riesgo muy relevante. Por el contrario, la felicidad constituye la protección más eficaz para la salud de la que disponemos.
Muchos de estos estudios siguen muestras de cientos, miles, e incluso decenas de miles de personas, durante muchos años, a veces décadas. Las mediciones de la felicidad varían según el estudio, pero abarcan aspectos como la depresión y la ansiedad, el optimismo, las emociones positivas o negativas, el estrés, la capacidad de disfrutar de la vida, la habilidad de sonreír y la presencia de sentimientos de cinismo u hostilidad.
Las diversas medidas del bienestar, como la felicidad o la satisfacción con la vida reportada por los sujetos, tienen un impacto significativo sobre la salud futura. A pesar de la variedad en las metodologías utilizadas en los estudios, todos los resultados apuntan a la misma conclusión: el bienestar de las personas al comienzo de la observación influye de manera fuerte en su salud y longevidad futura.
Por ejemplo, el bienestar inicial predice:
- El desarrollo de enfermedades cardiovasculares en personas inicialmente saludables y la progresión de estas enfermedades en personas ya afectadas (Hemingway y Marmot, 1999).
- La incidencia de cáncer entre personas inicialmente saludables y la supervivencia en pacientes ya diagnosticados (Williams y Schneiderman, 2002).
- La velocidad de recuperación postquirúrgica después de operaciones de bypass coronario y la rapidez con la que las personas retoman sus actividades normales tras el alta hospitalaria (Scheier et al., 1989).
- La probabilidad de supervivencia después de un trasplante de células madre (Loberiza et al., 2002).
- La hipertensión (Raikkonen, Matthews, Flory, Owens, y Gump, 1999).
- La fertilidad femenina (Buck et al., 2010).
- La mortalidad en personas con enfermedades crónicas (Guven y Saloumidis, 2009), seropositivos al VIH (Moskowitz, 2003) y diabéticos (Moskowitz et al., 2008).
- El funcionamiento del sistema inmunitario y la reactividad cardiovascular (Lyubomirsky et al., 2005).
- La velocidad a la que cicatrizan las heridas (Kiecolt-Glaser et al., 2005).
Estos estudios subrayan la importancia de la felicidad y el bienestar no solo en la mejora de la calidad de vida, sino también en su influencia directa en la salud física y la longevidad.
CUIDARSE CON LAS RELACIONES
Además de la infelicidad, la pobreza de relaciones afectivas y sociales es otro gran factor psicosocial de riesgo para la salud en el que los epidemiólogos han puesto el foco durante décadas.
En realidad, cuando los médicos nos hacen un chequeo, antes de medirnos la presión, palpar el abdomen, preguntar sobre nuestra dieta, actividad física o el tabaquismo, deberían preguntarnos: “¿Tienes muchos amigos? ¿Estás satisfecho con tus relaciones con ellos? ¿Y con tu pareja amorosa? ¿Frecuentas grupos o asociaciones voluntarias? ¿Cuánto son importantes para ti? ¿Tiendes a confiar en los demás?”.
Solo si nuestras respuestas indican que tenemos una vida afectiva y social muy rica, deberían felicitarnos e incentivarnos, diciéndonos que estamos haciendo lo correcto para vivir de manera saludable y prolongada. De hecho, una avalancha de investigaciones iniciadas en los años setenta y que no ha parado desde entonces ha documentado que un factor de riesgo muy importante para la salud es la pobreza relacional (Berkman – Glass 2000; Stanfeld 2006).
Tener amigos, relaciones amorosas, pertenecer a grupos y asociaciones, tener identidad y apoyo social son la mejor protección para la salud. La integración social tiene un gran impacto en la salud. Además, el estrés, en las primeras etapas de la vida, incluso prenatal, tiene una importancia significativa en el desarrollo físico, emocional, cognitivo y en la salud a lo largo de toda la vida.
Relaciones y salud
Se ha demostrado que las malas relaciones sociales afectan al sistema inmunológico, estimulándolo rápidamente para producir sustancias inflamatorias que a su vez favorecen la aparición de muchas enfermedades.
Una muestra de 122 personas registró durante ocho días sus interacciones sociales positivas (por ejemplo, pasar tiempo con amigos o recibir apoyo de un compañero o familiar) o negativas (como una pelea con un amigo o familiar). Durante los cuatro días siguientes a este período, los sujetos fueron sometidos a análisis de saliva para medir la cantidad de dos hormonas proinflamatorias. Las personas que habían experimentado relaciones negativas tenían niveles más altos de estas sustancias inflamatorias en comparación con aquellas que vivieron situaciones positivas en sus relaciones con los demás. En resumen, este estudio muestra que la producción de sustancias inflamatorias en respuesta a eventos relacionales desagradables parece ocurrir casi a diario.
En resumen, cada evento estresante parece restarnos un pedazo de salud (Chiang et al. 2012).
Para dar algunos ejemplos, un estudio de la Universidad de Columbia muestra que los pacientes con infarto que están socialmente aislados tienen casi el doble de probabilidades de sufrir otro infarto en los próximos 5 años, en comparación con los pacientes con una vida social activa. Estar aislado de los demás tiene un impacto en la probabilidad de un nuevo infarto mucho más alto que los factores de riesgo clásicos, como tener enfermedades coronarias o ser físicamente inactivo (Jetten – Haslam – Haslam 2010).
Estos efectos no solo afectan a las personas con problemas de salud graves. Un estudio de la Harvard School of Public Health, que siguió a más de 16,000 ancianos durante un período de seis años, revela pérdidas de memoria significativamente menores en aquellos que están socialmente más integrados y activos.
El aislamiento social hace que las personas sean más vulnerables incluso al resfriado. Las personas más aisladas tienen el doble de probabilidades de contraer un resfriado en comparación con las más sociables, a pesar de que estos últimos probablemente estén mucho más expuestos a los gérmenes (Cohen 2005). Otros estudios han demostrado que las heridas cicatrizan más rápido en aquellos que tienen buenas relaciones conyugales. Además, Putnam (2004) muestra que si no perteneces a ningún grupo voluntario y decides unirte a uno, reduces en un 50% la probabilidad de morir dentro de un año.
Al comparar los estados estadounidenses, la participación media en asociaciones voluntarias predice las tasas de mortalidad media, así como las muertes por enfermedades coronarias y cáncer (Kawachi, Kennedy, Lochner, Prothow-Stith 1997). De manera similar, un índice de salud en los estados de EE. UU. está fuertemente correlacionado con varios indicadores de socialización (Putnam 2004).